SELECCIÓN Y DESCONFIANZA ( José Gimeno Sacristán)


Este comentario viene a colación de cómo las propuestas políticas tienen una visión de la
educación poco exigente en lo que se refiere a la amplitud de fines, matices del discurso y con
pocas ambiciones. Sin embargo, se las ve muy preocupadas en demostrar la eficacia,
controlando por medios técnicos el funcionamiento de los sistemas escolares, el diagnóstico y
comparación de resultados. Da la impresión de que la educación como utopía está agotada. Y
eso conduce a la desaparición de preguntas importantes que movilicen el pensamiento y la
investigación.

En la evaluación de los procesos de enseñanza-aprendizaje, lo exigido al alumnado acaba
concretando lo que nos importa más conseguir y, así, en las políticas educativas nos pasaría lo
mismo: que acaban reduciendo la educación a lo que exigen en la evaluación del sistema. La
evaluación se convierte de esa forma en la manera directa de intervenir en la mejora de la
calidad y, de paso, hace de ella el instrumento para hacer política educativa. Las razones para
evaluar parecen agotar lo que son las razones para educar. Esta es una de las explicaciones
del auge de las evaluaciones externas: suplen a otras políticas de control del conocimiento (del
currículo), de la innovación y de la formación del profesorado, al convertirse en toda una
pedagogía.

Como ya sabemos, se denominan evaluaciones externas a aquellas que son realizadas por
personas, agencias o instituciones locales, nacionales o internacionales, siempre ajenas a
quienes van a ser evaluados. Existe un amplio espectro de ejemplos de este tipo de
evaluación, desde el informe que hace un inspector en un centro hasta el informe de
evaluación que realizan las agencias de calificación de riesgos en el mercado financiero en un
determinado país para dar confianza a los inversores. Seguro que a muchos nos suena más la
agencia Moody’s por su presencia en la crisis económica. Las auditorías son otra forma de
información elaborada, destinada a dar cuenta de cómo funciona una institución, una
empresa,  los  efectos de un programa, etcétera. Estas evaluaciones se encargan puntualmente o se llevan a cabo dentro de una estrategia de seguimiento de la evolución de determinados
aspectos.

En educación también tenemos nuestras particulares agencias de rating tipo Moody’s. Las evaluaciones externas que, en nuestro caso, se realizan promovidas por las administraciones “desde fuera” aplicando pruebas que valoran al alumnado en una serie de indicadores, cumplen determinadas funciones y tienen, también, efectos secundarios no fáciles de controlar.

Tenemos conocimiento y experiencia en España acerca de algunos ejemplos de evaluación
externa, por ejemplo, las reválidas y las pruebas finales de acreditación. La reválida (como su
nombre indica, consista en unas pruebas de evaluación de los contenidos dados en un
determinado ciclo de enseñanza), cuya justificación no es fácil que la hagan explícita quienes
sostienen su bondad. Podemos preguntar irónicamente si es que se quiere que el estudiante tenga que rememorar (repasar) lo que en su día tuvo que aprender para superar las materias o
áreas del currículum provocando el “repaso” de los contenidos cursados, lo cual no tiene
sentido, pues, por la misma lógica, habría que realizar constantes reválidas. Revalidar no es
dar más educación ni mejor enseñanza, sino una dificultad añadida a los estudios, pudiendo
comprobarse que indican el tipo de aprendizaje que es considerado útil para superarlas.
Otro argumento muy utilizado es pensar que poner en el horizonte una prueba de reválida de
cuya superación depende la obtención de una titulación será un modo de fomentar la
motivación y el esfuerzo mirando el arco de triunfo de la salida. Un argumento que el alumno
contestaría con la pregunta: "¿Tan largo me lo fiáis…?" que hace Don Juan cuando la
pecadora le recuerda que hay infierno y muerte. ¿No se el puede ofrecer al alumno otra
motivación?

Las reválidas sí que cumplen una función segura, la de seleccionar a los alumnos más débiles, por lo que no es moralmente aceptable cuando esas pruebas se aplican en la educación obligatoria. Siendo dudosa la utilidad más allá de ese periodo.

En el Libro Blanco (1969) que precedió a la Ley General de Educación de 1970 se razonaba la supresión de las dos reválidas que existían tras los bachilleratos elemental y superior, como medidas para aumentar la afluencia y permanencia en el sistema educativo de una creciente población joven, mejorando su nivel cultural.

Aquellas pruebas estrangulaban la pirámide escolar. En el curso 1965-66, la mitad de los
alumnos no superaba la reválida del Bachillerato Elemental (cursado entre los 10 y los 14
años). Un 43% fracasaba en la de Bachillerato Superior. Los reprobados se veían obligados a
salir del sistema y nutrían la que se denominó —ironías del lenguaje— enseñanza libre, que no
era otra cosa que clases para fracasados en academias, impartidas en muy malas
condiciones, o tenían que valerse de los apoyos de profesores particulares, siempre pagados
por las familias. No conocemos a nadie que haya argumentado que la supresión de aquellas
pruebas fuera entonces causa de deterioro alguno de la calidad del sistema educativo, sino
más bien al contrario: democratizó la educación y mejoró el nivel del país.

Las reválidas o cualquier otra prueba externa al final de ciclo, cuya función sea la de acreditar la suficiencia para obtener una determinada titulación, significa recelar y desconfiar del sistema de enseñanza en general y, especialmente, del profesorado que es el que controla el
aprendizaje y la progresión de mismo. No se confía en que imparta los contenidos estipulados,
o no los exija con el nivel de dificultad debido.

Suele argumentarse que, precisamente, porque hay diferencias entre profesores y centros cuando desarrollan el currículo, cuando se requieren desiguales niveles de exigencias, la prueba externa a todos ellos los pondría en igualdad de condiciones para obtener los
mejores resultados, de acuerdo a las posibilidades de cada uno.

Este es un argumento que se da para justificar la prueba de Selectividad a la entrada de la enseñanza universitaria, pues de esa forma los colegios públicos quedan igualados a los privados, al ser medidos no por las calificaciones de sus respectivos profesores, sino por una misma medida. Lo cual no creo que anule las desigualdades que pudieran existir, las cuales vienen de más atrás, de los procesos de selección que realizan algunos centros privados y que se manifiestan en todo momento. El efecto corrector de las pruebas sería eficaz en el caso de que algún centro falseara las calificaciones.

Las pruebas externas que dan lugar a acreditaciones o títulos pueden justificarse como una
medida para mantener la cohesión de un sistema educativo dentro de un Estado, pues
garantizaría la exigencia de asimilar la cultura seleccionada como patrimonio para todos igual
para todos en todo el territorio. En España está ocurriendo todo lo contrario. Las comunidades
autónomas quieren diferenciarse haciendo sus particulares evaluaciones externas o que se les proporcionen sus resultados segregados, como ocurre en el proyecto PISA, creando retratos
diferenciados de cada una de ellas. Si se recurre a las pruebas externas como el mecanismo
para homologar territorios, será porque fallan otros controles, como es la Alta Inspección, las
regulaciones estatales del currículo o las orientaciones sobre los materiales curriculares.

José Gimeno Sacristán es catedrático de Didáctica de la Universidad de Valencia. Este es un estracto de un capítulo del libro En busca de sentido de la educación, que publicará la editorial Morata este año.

FUENTE: EL PAÍS 15 AGOSTO 2012