Este comentario viene a colación de cómo las propuestas políticas
tienen una visión de la
educación poco exigente en lo que se refiere a la amplitud de fines,
matices del discurso y con
pocas ambiciones. Sin embargo, se las ve muy preocupadas en demostrar
la eficacia,
controlando por medios técnicos el funcionamiento de los sistemas
escolares, el diagnóstico y
comparación de resultados. Da la impresión de que la educación como
utopía está agotada. Y
eso conduce a la desaparición de preguntas importantes que movilicen el
pensamiento y la
investigación.
En la evaluación de los procesos de enseñanza-aprendizaje, lo exigido
al alumnado acaba
concretando lo que nos importa más conseguir y, así, en las políticas
educativas nos pasaría lo
mismo: que acaban reduciendo la educación a lo que exigen en la
evaluación del sistema. La
evaluación se convierte de esa forma en la manera directa de intervenir
en la mejora de la
calidad y, de paso, hace de ella el instrumento para hacer política
educativa. Las razones para
evaluar parecen agotar lo que son las razones para educar. Esta es una
de las explicaciones
del auge de las evaluaciones externas: suplen a otras políticas de
control del conocimiento (del
currículo), de la innovación y de la formación del profesorado, al
convertirse en toda una
pedagogía.
Como ya sabemos, se denominan evaluaciones externas a aquellas que son
realizadas por
personas, agencias o instituciones locales, nacionales o
internacionales, siempre ajenas a
quienes van a ser evaluados. Existe un amplio espectro de ejemplos de
este tipo de
evaluación, desde el informe que hace un inspector en un centro hasta
el informe de
evaluación que realizan las agencias de calificación de riesgos en el
mercado financiero en un
determinado país para dar confianza a los inversores. Seguro que a
muchos nos suena más la
agencia Moody’s por su presencia en la crisis económica. Las auditorías
son otra forma de
información elaborada, destinada a dar cuenta de cómo funciona una
institución, una
empresa, los efectos de un programa, etcétera. Estas
evaluaciones se encargan puntualmente o se llevan a cabo dentro de una
estrategia de seguimiento de la evolución de determinados
aspectos.
En educación también tenemos nuestras particulares agencias de rating
tipo Moody’s. Las evaluaciones externas que, en nuestro caso, se realizan
promovidas por las administraciones “desde fuera” aplicando pruebas que valoran
al alumnado en una serie de indicadores, cumplen determinadas funciones y
tienen, también, efectos secundarios no fáciles de controlar.
Tenemos conocimiento y experiencia en España acerca de algunos ejemplos
de evaluación
externa, por ejemplo, las reválidas y las pruebas finales de
acreditación. La reválida (como su
nombre indica, consista en unas pruebas de evaluación de los contenidos
dados en un
determinado ciclo de enseñanza), cuya justificación no es fácil que la
hagan explícita quienes
sostienen su bondad. Podemos preguntar irónicamente si es que se quiere
que el estudiante tenga que rememorar (repasar) lo que en su día tuvo que
aprender para superar las materias o
áreas del currículum provocando el “repaso” de los contenidos cursados,
lo cual no tiene
sentido, pues, por la misma lógica, habría que realizar constantes
reválidas. Revalidar no es
dar más educación ni mejor enseñanza, sino una dificultad añadida a los
estudios, pudiendo
comprobarse que indican el tipo de aprendizaje que es considerado útil
para superarlas.
Otro argumento muy utilizado es pensar que poner en el horizonte una
prueba de reválida de
cuya superación depende la obtención de una titulación será un modo de
fomentar la
motivación y el esfuerzo mirando el arco de triunfo de la salida. Un
argumento que el alumno
contestaría con la pregunta: "¿Tan largo me lo fiáis…?" que
hace Don Juan cuando la
pecadora le recuerda que hay infierno y muerte. ¿No se el puede ofrecer
al alumno otra
motivación?
Las reválidas sí que cumplen una función segura, la de seleccionar a los
alumnos más débiles, por lo que no es moralmente aceptable cuando esas pruebas
se aplican en la educación obligatoria. Siendo dudosa la utilidad más allá de
ese periodo.
En el Libro Blanco (1969) que precedió a la Ley General de Educación de
1970 se razonaba la supresión de las dos reválidas que existían tras los
bachilleratos elemental y superior, como medidas para aumentar la afluencia y
permanencia en el sistema educativo de una creciente población joven, mejorando
su nivel cultural.
Aquellas pruebas estrangulaban la pirámide escolar. En el curso
1965-66, la mitad de los
alumnos no superaba la reválida del Bachillerato Elemental (cursado
entre los 10 y los 14
años). Un 43% fracasaba en la de Bachillerato Superior. Los reprobados
se veían obligados a
salir del sistema y nutrían la que se denominó —ironías del lenguaje—
enseñanza libre, que no
era otra cosa que clases para fracasados en academias, impartidas en
muy malas
condiciones, o tenían que valerse de los apoyos de profesores
particulares, siempre pagados
por las familias. No conocemos a nadie que haya argumentado que la
supresión de aquellas
pruebas fuera entonces causa de deterioro alguno de la calidad del
sistema educativo, sino
más bien al contrario: democratizó la educación y mejoró el nivel del
país.
Las reválidas o cualquier otra prueba externa al final de ciclo, cuya
función sea la de acreditar la suficiencia para obtener una determinada
titulación, significa recelar y desconfiar del sistema de enseñanza en general
y, especialmente, del profesorado que es el que controla el
aprendizaje y la progresión de mismo. No se confía en que imparta los
contenidos estipulados,
o no los exija con el nivel de dificultad debido.
Suele argumentarse que, precisamente, porque hay diferencias entre profesores
y centros cuando desarrollan el currículo, cuando se requieren desiguales
niveles de exigencias, la prueba externa a todos ellos los pondría en igualdad
de condiciones para obtener los
mejores resultados, de acuerdo a las posibilidades de cada uno.
Este es un argumento que se da para justificar la prueba de Selectividad
a la entrada de la enseñanza universitaria, pues de esa forma los colegios
públicos quedan igualados a los privados, al ser medidos no por las calificaciones
de sus respectivos profesores, sino por una misma medida. Lo cual no creo que anule
las desigualdades que pudieran existir, las cuales vienen de más atrás, de los
procesos de selección que realizan algunos centros privados y que se
manifiestan en todo momento. El efecto corrector de las pruebas sería eficaz en
el caso de que algún centro falseara las calificaciones.
Las pruebas externas que dan lugar a acreditaciones o títulos pueden
justificarse como una
medida para mantener la cohesión de un sistema educativo dentro de un
Estado, pues
garantizaría la exigencia de asimilar la cultura seleccionada como
patrimonio para todos igual
para todos en todo el territorio. En España está ocurriendo todo lo
contrario. Las comunidades
autónomas quieren diferenciarse haciendo sus particulares evaluaciones
externas o que se les proporcionen sus resultados segregados, como ocurre en el
proyecto PISA, creando retratos
diferenciados de cada una de ellas. Si se recurre a las pruebas
externas como el mecanismo
para homologar territorios, será porque fallan otros controles, como es
la Alta Inspección, las
regulaciones estatales del currículo o las orientaciones sobre los
materiales curriculares.
José Gimeno Sacristán
es catedrático de Didáctica de la Universidad de Valencia. Este es un estracto
de un capítulo del libro En busca de sentido
de la educación, que publicará la editorial Morata este año.
FUENTE: EL PAÍS 15 AGOSTO 2012