Probablemente todavía siguen
vivas, y con salud, las salus, nombre que se dio a unas asistentas
que se ocupaban de los hijos pequeños al despertar y al llevarlos por la noche
a la cama. Los lavaban, los vestían, los peinaban y los llevaban al cole. Horas
después los recogían del colegio, les daban de cenar, les ponían el pijama y
los presentaban a los padres para darles el beso de buenas noches. Los padres
tenían hijos, pero lograban que no les pesaran, los padres besaban a los niños,
pero, como cuenta Proust en el célebre pasaje de su En
busca..., ese gesto
era un delicado regalo de oro.
¿Qué
piensan los niños de todo ello? Hace aproximadamente un siglo, como tan
detenidamente cuenta Marcel Proust, el padre y la madre eran intactas figuras
sagradas. No había que desobedecerlas, pero incluso desobedeciéndolas no se las
haría padecer porque el servicio se encargaba de absorber la travesura, taponar
la pequeña rebeldía o encubrir el leve destrozo infantil.
Esta familia, claro está, hace tiempo que es polvo de biblioteca,
pero la otra gran familia santa, la sagrada familia de la Iglesia católica de la segunda
posguerra, esa que desvela todavía al Papa y se halla permanentemente
amenazada, también se ha ido deshaciendo a pesar de los rezos. Y ha ido
desintegrándose (desacralizándose) unas veces porque los padres y las madres se
reúnen como fragmentos amorosos tras roturas o divorcios de otra relación. Y,
otras veces, porque el motor paternofilial se plantea como un bricolaje
afectivo de aquellos que en Nueva Guinea admiraba Lévi-Strauss.
La
pérdida del viejo pegamento sagrado sería de por sí la causa de una libertad
que aun manteniendo unido con su pringue al grupo nunca lo cicatrizaría de
verdad. Quien haya visto la primera película de la serieMillenium y sus horrendas heridas de familia no
necesitará complementos para saber que no solo los hombres no amaban a las
mujeres, sino que las mujeres y los hombres sin amor fijo van creando una
fuente heterogénea de vivir y de morir entre el turismo y el hogar.
Con
o sin salus, preceptores,
colegios de curas, coachs o nanis, los padres son padres y los hijos son
hijos, efectivamente. La cuestión radica en la naturaleza que les corresponde a
unos y otros hoy con o sin proceso biológico de gestación.
Una
primera cuestión a tener en cuenta es que la democracia (corrupta o no) ha
permeado las paredes domésticas y la superdemocracia omasacracia universal, vigente en la Red, se opone
radicalmente a la jerarquía. Más aún: sin horizontalidad, sin superficialidad,
sin pantallas no hay cultura. Sin Red no hay comunicación y sin colaboración
igualitaria no hay vida.
Todos
los lamentos que imploran el regreso de la autoridad paterna fracasan, de la
misma manera que no hay trasvase de conocimientos en la escuela imponiendo la
autoridad profesoral. El valle ha sustituido a la montaña para sembrar una
briosa plantación de seres distintos donde todos, independientemente de su
altura y su experiencia, tienen algo que decir.
Podría
afirmarse que este modelo solo lleva a un confuso mapa y, ciertamente, no hay
nada más contemporáneo que la confusión, el galimatías y la ausencia de segura
orientación. En el pasado, un cabeza de familia, padre y señor, marcaba el
punto de donde partía la orden y la organización.
Pero
¿quién es hoy la cabeza del hogar? Perdida la cabeza, ese hombre -como en otros
ámbitos- ha perdido también la posibilidad de interpretar un papel. Pero,
además, en cuanto a la madre que, como mujer, ha buscado su liberación
siguiendo demasiado las huellas masculinas su función no termina de encajarse
aquí o allá. Es tierna, cariñosa, detallista, eficiente, protectora en el mejor
de los casos, pero también depende del tiempo y la fuerza que le deje libre su
ocupación laboral. Pero encima, denostado el patriarcado, le toca la ardua
tarea de reprender.
En
definitiva, ni los padres saben cuál debe ser su cargo ni tampoco las madres su
cargo y su carga. Unos y otros, hijos incluidos, improvisan esfuerzos y
silencios, ensayan conjunciones y disyunciones en un medio donde ni la sangre
que corre por las venas ni el apellido que marca el linaje son elementos clave.
No es pues que la familia se encuentre en crisis, se trata más bien de no encontrarse
al margen de la funcionalidad de comer y dormir.
¿El
amor? Nunca como ahora los chicos han encontrado más abrigo en horizontal, con
sus pandas, sus amigos, sus twitters. Y por algo será. El apego familiar no
es desdeñable, pero tampoco ha de tomarse como el aglutinante crucial. Así como
los alumnos menosprecian a los profesores que enseñan, en forma y contenido,
materias ajenas a su curiosidad, los hijos ven desacreditarse a los padres
despistados, descolocados o en trabajos sin demasiado interés.
Todo
ello sin contar con que, en la actualidad, prácticamente todos los amores, en
la pareja o en la familia, en el consumo de marcas o en el lazo profesional,
son amores de quita y pon. De este modo, los dramas tremebundos, las tragedias
familiares al modo de Dostoievski o Elia Kazan han ido cayendo desecadas a los
pies de Freud.
No
todos los niños son huérfanos, pero si Sergio Sinay llama a nuestra época La
sociedad de los niños huérfanos es
porque observa con melancolía que ni emocional, ni éticamente, ni espiritual o
normativamente, los hijos son amparados por la presencia de los padres.
¿Ni
falta que les hace? Les hace falta, pero esa falta en la casa paterna se
corresponde con el Estado de Ausencia General. Ausencia de líderes, de valores,
de intelectuales, de historia, de objetos y sujetos con peso.
Esta
sociedad donde los artefactos pesan cada vez menos, son menudos, planos,
polifuncionales y se desmenuzan hasta los extremos de la nanotecnología, se
oponen a la férrea categoría del binomio padre-hijo, que va aflojándose sin
remisión.
Si
se piensa que para una gran mayoría de hombres de hace apenas medio siglo, el
sexo era una fuerza de atracción muy decisiva para casarse de por vida, se
comprenderá el gran abismo mental que separa aquellas trascendentes bodas de
las volátiles bodas de hoy.
Pero
el amor a un hijo, ¿no será lo mismo ayer que hoy? Pues no. A la idea sagrada
de la familia pertenecía la idea sagrada del padre y del hijo, de la madre, el
abuelo y el intachable honor del apellido en sociedad. Ser hijo de tal obligaba
a mantener guarda y fidelidad a unos fundamentos, unos feudos y unas figuras.
Formar parte de una familia conllevaba pertenecer a una historia esencial y su
acarreo vital mediatizaba la buena o la mala imagen del linaje. Un pecado de
los antepasados fluía de generación en generación y un aura heroica bañaba de
orgullo una dinastía.
El
individualismo y el superindividualismo terminaron, en la segunda mitad del
siglo XX, con los efectos de esa cadena de chatarra u oro. Antes se quería a
los hijos -se decía- como carne de nuestra carne. Se les quería
intravenosamente. Pero ahora, liberados los hijos de los padres, avanzados los
injertos, los trasplantes y las células madre, todos podemos llegar a ser hijos
de extraños o los extraños llegar a ser padres, madres e hijos de uno o de dos.
Los hijos no elegían a los padres al nacer, pero los padres, enseguida, debían
hacer algo para hacerse dignos de esa elección teologal. Igualmente, los hijos
debían hacerse dignos acreedores de los santos padres. Honrarlos incluso como
súbditos siguiendo sus mismas carreras para cumplir así una vida "a imagen
y semejanza" del progenitor tal y como Dios había escrito en su cerrada y
virtuosa ecuación del mundo.
¿El
mundo de hoy? Si se desea tener una familia habrá que montársela, como los muebles
de Ikea, con las propias manos y sacándola del complicado almacén. Pero
también, hartos de tragedias y de transfusiones, de débitos y culpas, puede
decidirse no montarla en absoluto, tal como ya elige casi el 50% de la
población en los países de democracia más avanzada.
El
amor es democrático, el sexo es divertido, la boda es un juguete, los hijos una
fórmula, los padres un mecano. ¿La comunicación familiar? De su historia
hablarán los libros, si es que existen, los años que vienen. Hablarán, sin
duda, de los tiempos en que la sociedad, gracias a su premiosa cadencia, su
orden más o menos estable y su clase media con segura seguridad social
permitían no estar parados o arruinados, y acudir todos para reunirse
felizmente en los días de la Navidad.
FUENTE: EL PAÍS 24 DICIEMBRE 2010