Eulogia Merle |
La publicación del informe Sexismo lingüístico y
visibilidad de la mujer, en el que Ignacio Bosque evalúa guías de lenguaje no
sexista, ha abierto un debate que se ha quedado en la punta del iceberg.
Propongo prolongarlo para abordar lo que oculta en aguas más profundas y qué
pasa con unos glaciares que siempre dijimos que acumulan hielos perennes y hoy
se quiebran a un ritmo acelerado. Porque las palabras son instrumentos para el
pensamiento y el conocimiento y el masculino constituye la pieza clave de las
humanidades, las ciencias sociales, la política, el periodismo...
Bosque y otros proponen continuar utilizando el masculino
porque muchas mujeres no nos sentimos excluidas. Cierto. Desde que en 1910 las
mujeres pudimos acceder a la Universidad hemos asumido las palabras con las que
se elabora el pensamiento y el conocimiento desarrollado en torno al concepto
“hombre”. Sin embargo, tras profesar, muchas y algunos hemos detectado que el
masculino supuestamente genérico no permite designar a los dos sexos porque
está marcado y conduce a considerar a las mujeres una “anomalía”, de acuerdo
con la explicación de Kuhn sobre las revoluciones científicas. La mayoría
propone hacer visibles a las mujeres mediante un lenguaje no sexista y hacen
aportaciones a las distintas disciplinas “con perspectiva de género”.
Por mi parte, la lectura atenta de numerosos textos me
condujo a constatar que el masculino, tal como lo utilizamos en los debates
públicos académicos, políticos, periodísticos, no abarca a las mujeres y
tampoco a todos los hombres porque sólo considera humano el arquetipo viril.
Por eso las mujeres nos podemos
sentir incluidas en los masculinos, porque estamos donde queremos estar.
Pero
algunas los evitamos, conscientes de que afectan al objetivo de la cámara que
utilizamos, reducen el enfoque sobre los seres humanos, dejan fuera parte de
las relaciones sociales, borran matices, crean la ilusión óptica de que vemos
lo universal y nos llevan a confundir lo particular con lo general. Y buscamos
otras imágenes y palabras adecuadas a unas sociedades plurales y complejas que
queremos cambiar para hacerlas justas y equitativas.
El primer indicio de que los masculinos restringen y
tergiversan nuestro conocimiento lo encontré cuando regresé a la Universidad
como profesora. Siendo estudiante, el enunciado “el hombre es el protagonista
de la historia” me había permitido pasar de la versión tradicional de fechas,
héroes y batallas, a otra que me ayudó a comprender el funcionamiento de la
sociedad. Quise aplicar esta enseñanza a explicar la historia de los medios de
comunicación y la cultura de masas. Y un día una alumna me recriminó que mi
asignatura era “tan machista como todas las de esta casa”. Tenía razón. No
mencionaba a las mujeres porque lo ignoraba todo. Para subsanar mi ignorancia
leí y releí atentamente y advertí que la mayoría de textos académicos casi no
hablan de las mujeres, que si lo hacen suelen utilizar expresiones negativas o
ironías para aligerar párrafos densos… Y deduje que el hombre al que
consideraba protagonista de la historia no incluía a las mujeres; los nombres
propios ratificaban que solo abarcaba parte de los hombres; y las actuaciones
que se les atribuían delataban que tampoco incluían a los seres humanos de
sociedades a las que se menosprecia como primitivas, subdesarrolladas… Así, al
preguntarme de quién hablamos cuando hablamos del hombre tuve que responder que
este concepto está marcado por prejuicios androcéntricos, sexistas, adultos,
clasistas y etnocéntricos, y no solo por el género, término que empezó a
utilizarse para emular la cultura anglosajona.
“Para hacer grandes cosas hay que ser tan superior como lo
es el hombre a la mujer, el padre a los hijos y el amo a los esclavos”.
Aristóteles definió así los rasgos del arquetipo viril, sabiendo que solo podía
afirmar que ese hombre es superior diciendo que otras mujeres y hombres son
inferiores. Y con esta pieza elaboró una explicación para influir en la
organización de la polis y lo consiguió. Hasta nuestros días. Aunque los
estudiosos y estudiosas actuales ofrecen una versión opaca de sus palabras al
utilizar el masculino como si no estuviera marcado y al generalizar como humano
lo que el filósofo solo atribuyó a algunos hombres.
Además, eliminan aspectos
de su análisis que son fundamentales para comprender tanto lo que dijo como el
presente.
Proyectan hacia el pasado una visión centrada en lo público
que menosprecia lo privado como si fuera insignificante o anómalo. Por eso no
logramos entender qué hacemos y podemos hacer cada persona con nuestra economía
doméstica en relación con los negocios del consumo transnacional, con una
especulación financiera que se ha alimentado de hipotecas basura y ante los
paraísos que promete la publicidad y los infiernos de la marginación que
dramatizan las televisiones.
No confiesan, como sí hizo
Aristóteles, que consideramos “la guerra… un medio natural de adquirir bienes
que comprende la caza de los animales bravíos y la de aquellos que nacidos para
ser mandados se niegan a someterse”; que la guerra alimenta la apropiación
privada y pública de bienes a expensas de desposeer a la mayoría de los
recursos necesarios para su supervivencia; que dominar a otros pueblos no es
algo espontáneo; que los varones lo han practicado tras ser cruelmente
instruidos; que obliga a distribuir tareas entre mujeres y hombres adultos (“el
hombre conquista y la mujer conserva”); y algunas atribuyen a los hombres toda
la violencia y niegan cualquier complicidad de las mujeres, imprescindible para
que las jóvenes generaciones perpetúen y amplíen el sistema. Por eso, ante una
crisis que ya no permite ensalzar a los héroes ni proclamarnos superiores,
porque África ya no empieza en los Pirineos, sólo sabemos alimentar el miedo… o
entonar lamentos victimitas en beneficio de redentores profesionales.
Ciertamente, el concepto “hombre” que acuñó Aristóteles fue
asumido en las universidades cristiano-escolásticas por los varones adultos
europeos vinculados a la jerarquía eclesiástica que además debían ser célibes.
A partir del siglo XII expulsaron a las mujeres, los judíos y los musulmanes de
las universidades, como ha explicado Julia Varela. A medida que la cristiandad
europea impuso su dominio sobre otros pueblos, transformó las relaciones
sociales internas. Algunos hombres y mujeres antes excluidos nos hemos
incorporado a los escenarios del poder y hemos tenido que asumirlos; y aunque
la lengua se adapta a los cambios sociales, hoy sigue “firmemente asentado en
el sistema gramatical del español”, como una “prisión de larga duración”, en
palabras de Fernand Braudel.
Todo esto recomienda no usar el masculino como hasta ahora y
tampoco sustituirlo por femeninos o doblar palabras. Y obliga a ampliar el
enfoque para percibir lo hasta ahora “anómalo” como normal: a promover una
revolución científica que permita hacer diagnósticos rigurosos de los problemas
de nuestras sociedades para encontrar remedios eficaces. Ardua tarea en unos
ambientes académicos que multiplican las evaluaciones, obligan a hacer y decir
dentro de cánones estrictos y penalizan cualquier aventura.
Afortunadamente, como detectó Fernández Hermana en los noventa,
más allá de estos monasterios hay vida. Otros científicos han generado
instrumentos que facilitan elaborar explicaciones plurales, desde diferentes
posiciones, en red, de forma cooperativa. Pero para no limitarnos a copiar y
pegar hemos de pasar de la punta del iceberg al glaciar de la cultura
occidental y preguntarnos con Donna Haraway: “¿Con la sangre de quién se
crearon mis ojos?”.
Amparo
Moreno Sardá es catedrática emérita de Historia de la Comunicación de la
Universidad Autónoma de Barcelona. Sobre el tema que plantea en este artículo
ha publicado (1986), El arquetipo
viril protagonista de la historia; (1988), La otra ‘Política’ de Aristóteles; (1991), Pensar la historia a ras de piel; (2007), De qué hablamos cuando hablamos del hombre.
Treinta años de crítica y alternativas al pensamiento androcéntrico.