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Juan Masiá Clavel |
No soy ginecólogo, ni jurista, ni casado. Mi
relación con el aborto se produce en dos campos: el consultorio espiritual y la
clase de ética. Desde esas perspectivas comento sobre las decisiones
conflictivas de interrupción o prosecución de un embarazo amenazado por
patologías que hacen dudar de la conveniencia de protegerlo.
Respetando la privacidad de las personas que
acuden a consulta, se puede dar desde esa experiencia el testimonio siguiente:
ni en el caso de la mujer embarazada que, con pesar e incertidumbre, optó por
interrumpir el camino hacia el nacimiento de una vida seria e irremisiblemente
afectada por malformaciones graves, ni en el caso de la que, en circunstancias
semejantes, optó por llevar a término la gestación en medio de la angustia por
la inseguridad acerca del futuro de esa vida; en ninguno de ambos casos, reitero,
descubrimos indicios de que hayan tomado la decisión a la ligera, sin sufrir ni
dudar. Claro es que, en el caso contrario, no habrían venido a esta consulta.
Pero también es cierto que, tanto quienes analizan la sociología del
comportamiento abortivo, como las mismas personas que mantienen una postura en
pro de la mayor permisividad legal, coinciden en reconocer que el aborto
conlleva aspectos traumáticos que impiden decidirlo sin más, frívolamente.
El acompañamiento de las personas en la toma
de decisión requiere las condiciones siguientes en quien las atiende en el
consultorio: 1) dolerse con la persona doliente; 2) ayudarla
en su toma de decisión, con la información debida y el apoyo personal; 3) respetar
que sea ella quien tome la decisión (sin imposición prohibitiva, ni complicidad
permisiva); 4)no condenarla, aunque la decisión que haya tomado no sea la
más deseable desde determinada perspectiva moral; 5) no abandonar a
la persona después de la toma de decisión, cuando necesite apoyo postraumático.
Desde esta experiencia, no veo
incompatibilidad entre asentir razonablemente al criterio de un moralista que
califica determinada decisión de abortar como objetivamente no deseable y, al
mismo tiempo, respetar la decisión responsable y en conciencia de esa persona
que, tras sopesar las alternativas, optó por el mal menor, no sin sufrimiento.
Si moralmente no lo condenamos, tampoco aceptaremos que legalmente la
penalicen.
A quien trata estas
cuestiones en el marco académico del estudio de la ética, le duele el
tratamiento simplista del tema. Por ejemplo, hablar de malformaciones en
general; meter en un solo paquete todos los casos, desde un simple
estrechamiento del conducto esofágico en un síndrome de Down hasta una
anencefalia; no caer en la cuenta de la incoherencia que supone penalizar la
interrupción del embarazo en supuestos seriamente graves a la vez que se
recorta el apoyo con la ley de dependencia a la crianza, sanidad y educación de
esa vida discapacitada; y un largo etcétera de acusaciones de antivida a
quienes optaron dolorosamente por un mal menor en situación de conflicto o
presunciones de provida para quienes impusieron por motivaciones ideológicas la
opción contraria.
Admito que no podemos tratar los problemas en
la prensa como en la clase. Pero también es papel de los medios ayudar a la
opinión pública a clarificar los problemas, tanto en ciencia como en ética. No
voy a tocar aquí el tema del comienzo de la vida humana individual, que sitúa
la cuestión de su interrupción, en el sentido estricto, no antes de la fase
fetal, pasado el segundo mes tras la concepción. Me limitaré a unos ejemplos
sobre la complejidad de las malformaciones de la vida naciente.
Un feto anencéfalo, carece de las mínimas
estructuras neurológicas como soporte para la formación de una persona, desde
respirar autónomamente hasta capacitarse para cualquier acto estrictamente
humano de sentir, pensar o querer. Aunque hubiera razones para no interrumpir
su alumbramiento, no sería por considerarlo una realidad humana personal. El
aborto de un anencéfalo no es el aborto de un ser humano.
Un feto con una malformación incompatible con la vida extrauterina (supongamos el caso de una agenesia renal irremediable), no podrá llegar a realizar acción humana, porque no sobrevivirá. Es asemejable al ejemplo anterior.
Ejemplos más delicados: fetos con patología grave, sin solución curativa, solo paliativa. “Ante un diagnóstico prenatal de estas características, la mayoría de padres solicita una interrupción de la gestación acogiéndose al tercer supuesto de la ley del aborto”. Aunque objetivamente cueste asentir a este planteamiento “debemos”, dice el doctor F. Abel, ginecólogo y teólogo moral, “respetar a las personas que se encuentran en esta situación y las decisiones que toman” (Diagnóstico prenatal,Instituto Borja de Bioética, 2001, pp. 3-26).
Al mismo tiempo habrá que seguir trabajando para que en nuestra sociedad no se discrimine a causa de la discapacidad y se responsabilice la sociedad entera del apoyo a la dependencia en todas las fases de la vida. Sin hacer esto último, no tendrá credibilidad el legislador que intente suprimir el citado tercer supuesto.
Estos ejemplos pretenden evitar precipitaciones en la manipulación de la opinión pública. Que motivaciones menos confesadas —política, ideológica o religiosamente— no nos impidan debatir con seriedad científica y responsabilidad ética.
Juan Masiá Clavel es jesuita y profesor
de Bioética en la Universidad católica Sophia, de Tokio.
FUENTE: EL PAÍS, 3 AGOSTO 2012