Seguro que alguna vez has hecho algo en caliente y después
te has arrepentido. Puede ser responder rápidamente un email que te ha
molestado o decir lo primero que se te pasa por la cabeza ante un comentario
desafortunado. Lo que sea, que no haya sido meditado.
Entre esa respuesta incendiaria y nuestra capacidad de
razonar pasan al menos seis segundos. Veamos cómo funciona nuestro cerebro y
qué podemos hacer para pulsar el botón de pausa en este tipo de situaciones.
Tenemos dos partes diferenciadas en
nuestro cerebro, podríamos decir de un modo sencillo: la corteza cerebral, con
la que razonamos; y el sistema límbico, el encargado de las emociones. En este
último, se encuentra nuestra amígdala y la responsable, fundamentalmente, de
registrar respuestas automáticas ante las amenazas, como la huida, el ataque o
la inmovilidad. Cuando algo despierta nuestra emoción con intensidad, consigue
que nuestra amígdala se inflame y que respondamos de manera automática, sin
pensar demasiado.
Es decir, contestamos al email enfadados sin valorar si es lo más adecuado. El motivo es evolutivo. En la época de las cavernas dicha respuesta nos podía salvar de un mamut, ahora no tiene mucho sentido si es un mensaje del jefe. Pero así somos. Todos tenemos un botón caliente, que provoca una respuesta exagerada.
Lógicamente, el umbral para que se pulse dicho botón dependerá de la persona. Hay quien salta a la mínima de cambio y hay quien tiene muchas más tragaderas. Dependiendo de nuestra edad, nuestra forma de ser y el entrenamiento que tengamos, podremos frenar el botón caliente por otro, el “botón de pausa”.
El “botón de pausa” es aquel que
impide que actuemos con lo primero que se nos pasa por la cabeza durante los
primeros seis segundos. Dicho botón se entrena a través de diversas técnicas y
tiene como objetivo que la corteza cerebral tome las riendas lo antes posible.
¿Cómo lo pulsamos? La primera clave es desviar la atención. En vez de
repetirnos la ofensa que parece que hemos tenido, necesitamos trasladar nuestra
atención a nuestro cuerpo como, por ejemplo, sentir los pies en el suelo o
fijarse en la respiración.
Lo ideal es tomar conciencia de la respiración, para
que esta sea profunda y abdominal. De este modo, conseguimos distraer nuestra
mente y ayudar a que la amígdala se desinflame. Otra técnica que ya nos decían
las abuelas es contar hasta 10. En algunos casos, seguro que es necesario
contar hasta 100 o incluso, darse una vuelta, porque una vez más el ejercicio
físico ayuda a poner el foco en otras cosas.
El botón de pausa también se activa
cuando provocamos que se despierte nuestra corteza cerebral, que se consigue
haciéndonos preguntas, ¿qué ha querido decir? ¿qué ha provocado que esta
persona me haya dicho esto?... Las preguntas nos sacan de la respuesta
automática. En otras ocasiones, ayuda “simular la respuesta”. Si lo que te ha
molestado es un email, escribes la respuesta tal cual la sientes, pero no la
envías. La dejas en bandeja de salida un día. Pasado ese tiempo, probablemente
rebajes el tono incendiario.
También ayuda hablar con alguien para desahogarse y que te ofrezca otra perspectiva. Y por último, la técnica más elaborada consiste en contemplar la emoción sin juzgarla. Esto último se consigue a través de la meditación diaria y es, posiblemente, la mejor manera pero también la que requiere más entrenamiento.
En definitiva, muchas tonterías que hemos hecho en nuestra
vida se debe a nuestra intensidad emocional durante los seis segundos que nos
gobierna la amígdala. Los años atenúan la respuesta, pero también podemos
lograrlo si entrenamos diversas técnicas para pulsar el botón de pausa.
FUENTE: EL PAÍS (Pilar Jericó) 17 JULIO 2017