En medio de los grandes vendavales electorales y sucesorios,
ha pasado sin pena ni gloria la noticia de que el Ministerio de Educación
español ha rectificado ligeramente la política de becas, rebajando la exigencia
de aprobado por curso del 50% al 40% de los créditos en los estudios de
ingeniería, arquitectura y grados de ciencias; ya antes de esta corrección la
exigencia para becarios de las carreras técnicas y científicas era inferior a
la nota que se pide a los de humanidades. Lo más interesante de esta decisión
es la argumentación que la justifica, que evidencia un consenso universal
acerca de que las carreras de ciencias exigen un mayor esfuerzo que las de
humanidades.
Las razones de este consenso pueden ser cuantitativas y
cualitativas. Las cuantitativas son meramente estadísticas: los alumnos de
ciencias tardan más en titularse que los de humanidades. Pero los expertos que
desde hace años tienen en sus manos la reforma de las universidades públicas
habrán alumbrado alguna hipótesis acerca de las causas de tales estadísticas. A
mí se me ocurren tres. Una: que los estudiantes de ciencias son menos
inteligentes que los de humanidades, asunto que no comentaré porque no creo que
queden mentecatos que ignoren que la inteligencia se reparte igualitariamente
entre los estudiantes potenciales de todas las carreras. Dos: que los
profesores de humanidades son peores (más ignorantes o menos exigentes) que los
de ciencias. Y tres: que los de ciencias enseñan peor que los de humanidades.
La segunda no me parece descartable a priori, porque
los rumores de que algunos grupos de humanidades en la enseñanza secundaria se
componen como una suerte de “batallón de los torpes” son muy insistentes desde
hace tiempo, y no sería de extrañar que se arrastrase un cierto déficit de
conocimientos desde el pupitre hasta la cátedra, que podría tener tales
consecuencias. Si así fuera, se debería a que esos grupos de humanidades de
secundaria sirven de refugio a aquellos a quienes se les resisten las
matemáticas o la física, lo cual nos situaría en la tercera de las razones
enumeradas: que quizá la culpa de este carácter terrorífico de las asignaturas
científicas resida en la falta de calidad de la enseñanza de las mismas, que
las hace incomprensibles para un segmento notable del alumnado. Si fuera esta
la causa de la diferencia entre unos y otros estudiantes, el Ministerio de
Educación estaría llamado a resolver el problema elevando la calidad de la
enseñanza secundaria, algo con respecto a lo cual sus responsables se han
llenado profusamente la boca en los últimos tiempos, aunque las decisiones
estructurales tomadas en relación con ello (reducción del profesorado, aumento
de la carga docente, fragmentación del currículo, precarización de los
contratados) contradicen a menudo tan buenas palabras.
De la inacción en este terreno deduzco que dichos
responsables entienden que la causa de la disimetría no reside en la calidad de
los alumnos ni de los profesores, sino en la naturaleza misma de las
asignaturas, lo que nos lleva directamente a las razones cualitativas. Pues
aunque no quede nadie capaz de echar la culpa a la inteligencia (o falta de la
misma) de los estudiantes, estoy convencido de que quedan bastantes dispuestos
a defender que las materias de ciencias son más difíciles que las de
humanidades. A estos querría recordarles que no ha de confundirse la dificultad
con la utilidad. Y si se trata para ellos de esto último (de defender la
superior utilidad de las ciencias sobre las humanidades), siento tener que
advertirles de que la cuestión de lo que es o no más útil para los hombres no
es una cuestión científica ni técnica sino, por el contrario, plenamente
humanística, y que tendrán por tanto que armarse de argumentos filosóficos y
éticos para defender su posición, para lo que no basta simplemente con señalar
la altura de los rascacielos o de los puentes intercontinentales, sino que hay
que tener en cuenta también a los que se tiran desde los rascacielos y a los
que no pueden atravesar los puentes.
Pero como no es de la utilidad de lo que se trata, sino de
la dificultad, reto a quien sea capaz de ello a que me demuestre por qué es más
difícil manejar con soltura las ecuaciones de la relatividad que la diferencia
entre juicios analíticos y juicios sintéticos a priori, o que se necesita
más esfuerzo para familiarizarse con la noción de spin que con la de
voluntad de poder. Puedo admitir que la dificultad en cuestión es, en las
ciencias y las técnicas, predominantemente intelectual, mientras que en las
humanidades este tipo de dificultad (también decisiva) coexiste con otra que,
como decía Wittgenstein, atañe a la voluntad y no solo al entendimiento. Pero
eso no significa que una dificultad sea superior a la otra, ni que quienes estudian
carreras técnicas o científicas dejen por ello de estar necesariamente
interesados en las implicaciones de la distinción de los juicios sintéticos a
priori o de las ideas platónicas (que en ningún caso son asuntos
“técnicos”); ni que quienes estudian carreras humanísticas deban ser ajenos al
trasfondo conceptual de las ecuaciones de la relatividad o de la noción de
partícula microfísica.
No es, pues, la ventaja que se da a los becarios de ciencias
sobre los de humanidades lo que me preocupa, sino la frescura con la que se
hacen pasar por “evidencias” que justifican esas decisiones unas razones cuya
aceptación presupone la degradación de lo humano, sin aceptar siquiera la
responsabilidad que de ello se deriva, es decir, la de promover ciertos ingredientes
de lo humano y descartar otros como si fueran susceptibles de un “recorte” tan
alegre como el que se hace con los presupuestos públicos para estabilizar la
deuda y como si la humanidad de los hombres pudiera graduarse de acuerdo con
las expectativas económicas.
Lo que me sorprende es la facilidad con la que admitimos
explicaciones inaceptables, como las que dan por sentada la superioridad del
cálculo de resistencia de los materiales sobre el “procesamiento” conceptual y
sensible necesario para componer un soneto de los de Shakespeare o una Gymnopèdie de
las de Erik Satie, de la misma manera que me sorprende la docilidad con la que
nos avenimos a la reducción de lo humano al Homo faber o al Homo
oeconomicus. Lo que sí veo claro es la íntima conexión entre esa presunta
primacía de lo tecnocientífico y esta rebaja del hombre a bestia de labor o a
vendedor y comerciante de sí mismo.
José Luis Pardo es filósofo.
FUENTE: EL PAÍS 10 JULIO 2014